La reacción de los mexicanos (no hablo de la clase política por
supuesto), ante la desgracia súbita, irónica, estrepitosa, ocasionada por el
temblor del pasado 19 de septiembre, es conmovedora y edificante, también por
generalizada. Lo es en verdad. Hace pensar, en efecto, en un país en el que la
ayuda para quienes la necesitan no se hace esperar por parte de quienes pueden
darla, además, incondicionada, y sin importar la procedencia o la forma de
pensar, o la condición social o del género o de las preferencias sexuales de
unos y otros. Pero también hace pensar en un país en el que cotidianamente unos
rescatan a otros de la ruinosa vida en que se encuentran, del peligro
inminente, vejatorio, inhumano, de la pobreza, o de la criminalidad, del
machismo o del abuso de poder, o del fraude… Hace pensar, sin embargo y por lo
mismo, en un país distinto, ilusorio, uno que vive nada más que en la esperanza
que asoma en situaciones que son, como un temblor de estas magnitudes,
excepcionales. Y esto también es necesario decirlo.
Es lamentable que, ante esa otra desgracia cotidiana, sádica,
silenciosa, ocasionada no por la naturaleza, sino por la corrupción, la
impunidad, la pobreza, la crisis educativa, y un largo etcétera, la respuesta
no suela ser tan amplia, tan tajante, tan conmovedora ni tan edificante. Si lo
fuera, tendríamos otros gobernantes, la clase política sería distinta, los «accidentes»
ocurrirían con menos frecuencia, y también, por supuesto, menos edificios se
derrumbarían en los temblores, por lo que habría menos víctimas, por lo que
seguramente habría menos héroes claro, pero también menos políticos lucrando
con la desgracia, y menos niñas inventadas para un vergonzoso y ruin reality show que, a pesar de no ocultar
su naturaleza, cumplió con su objetivo.
Si fueran tantos los mexicanos que todos los días respetan las leyes
de tránsito, los que no dan mordida, que no buscan alguna ventaja por debajo de
la mesa, los que no marchan para impedir que otros ejerzan sus derechos (sino
que lo hacen para que se respeten los derechos de todos), los que no usan el
deporte como pretexto para ejercer la violencia (sea mediante los golpes o
mediante los gritos), o simplemente los que no acosan a las mujeres en la
calle, o respetan a los no fumadores, o a los peatones y ciclistas cuando
conducen un auto… Si esos mexicanos fueran tantos como los héroes que brotan en
un temblor, aquél país ilusorio estaría más cerca de volverse real. Sin duda
son muchos, pero evidentemente no son los suficientes.
¿Será que ser un héroe a diario es demasiado cansado, o que las
desgracias cotidianas son menores en algún sentido? ¿Será la terca costumbre?
¿Será que en realidad no nos importa? No, justo lo que muestra esta solidaridad
espontánea de la gente es que sí nos importa. Sólo falta que seamos
consecuentes durante más tiempo. Espero que los mexicanos no solamente nos
recuperemos de esta desgracia, sino que nos dé el impulso para ejercer ese mismo
heroísmo cotidianamente. ¿Qué mejor manera de honrar la memoria de las
víctimas?